El ultimo bandido rural en Argentina



ALLA EN PAMPA BANDERA, JUNTO A UN AÑOSO QUEBRACHO, ESTA CLAVADA LA CRUZ DE UN MACHO QUE AQUI VOY A NOMBRAR... ISIDRO VELÁZQUEZ, NO PODRAN BORRAR LA HUELLA DE TU DESTINO, PERMISO CHAMIGO CORRENTINO SI ME ATREVO A RECORDARTE.

VIBRA LA SELVA CHAQUEÑA BAJO EL CLAMOR DE UN VALIENTE, QUE VA CAYENDO DOLIENTE, GRITANDO SU REBELION, EL SUELO TIÑE DE ROJO CON ESA SANGRE CALIENTE, BAÑANDO EL BLANCO SALITRE DEL PUENTE DE LA TRAICION.

CORRENTINO HASTA LA MUERTE DIOS BENDIGA TU VALOR, ALUMBRANDO EN CADA RANCHO LA BONDAD DE TU FAvOR, YO TE BRINDO ESTE HOMENAJE ENJUGANDO UN LAGRIMON A VOS ISIDRO VELÁZQUEZ, INOLVIDABLE VARON.

EN CADA RANCHO CHAQUEÑO HAY UNA VELA ENCENDIDA, QUE ESTA ALUMBRANDO LA VIDA DE AQUEL VALIENTE VARON.

ACOSADO DE INJUSTICIAS, PERSEGUIDO SIN DESCANSO, SALIO DEL MONTE SEGURO, QUE TANTO LO COBIJO, PARA CAER TRAICIONADO, SIN ENTREGARSE VENCIDO, ALLA EN PAMPA BANDERA QUE TANTAS VECES CRUZO.

CORRENTINO HASTA LA MUERTE DIOS BENDIGA TU VALOR, ALUMBRANDO EN CADA RANCHO LA BONDAD DE TU FABOR, YO TE BRINDO ESTE HOMENAJE ENJUGANDO UN LAGRIMON A VOS ISIDRO VELÁZQUEZ, INOLVIDABLE VARON.

Chamamé Via @cyn_lou
 de LOS HERMANOS CARDOZO.


ISIDORO VELÁZQUEZ:

EL ÚLTIMO BANDIDO

RURAL ARGENTINO





Fusilado sin juicio, perseguido por bandolero y venerado como un santo, Pedro Jorge Solans se metió en la vida de Isidro Velázquez para explorar el costado romántico y el lado espiritual del último bandido rural de la historia argentina.





Por Pedro Jorge Solans

Tenía siete años cuando se quedó dormido debajo de un lapacho en plena siesta de verano. El cansancio lo había vencido y, de repente, un cosquilleo suave que le subía por el cuerpo lo despertó. Era una yarará que estaba a la altura de su ombligo. Abrió los ojos, respiró suavemente, contuvo el aire y permaneció inmóvil. Cerró los ojos y siguió con la mente el recorrido de la víbora, que se paralizó a la altura de su pecho. 
Giró apenas la cabeza, lo hizo primero hacia un lado y luego hacia el otro, para luego, muy lentamente, bajarse del cuerpo de Isidro Velázquez. El niño se levantó como si nada hubiese pasado. Se sentó, se miró un rato largo y luego dijo a su amigo imaginario Ángel: -Mirá como se va.

Isidro nació en un paraje cerca de Mburucuyá, Corrientes, el 15 de mayo de 1928. A los 20 años emigró al Chaco en busca de trabajo como peón golondrina, seducido por la atracción de las cosechas, e intempestivamente -la razón habría que rastrearla en el hostigamiento policial- pasó de padre de familia tranquilo y atildado, trabajador incansable, a ser un hombre fuera de la ley. 
Acompañado primero por su hermano Claudio y luego por Vicente Gauna, “Los Velázquez” actuaron desde inicios de los años 50 hasta el 67, cuando las fuerzas policiales pergeñaron una emboscada para fusilarlos en el cruce de Pampa Bandera sobre la ruta 4, que une Quitilipi con Pampa del Indio. 
Asaltaron comercios y secuestraron estancieros, aunque la policía los tomó de chivos expiatorios adjudicándoles muchos delitos que no podía resolver.

“Los Velázquez”, ocupan un lugar preponderante en el acervo cultural de las poblaciones marginales del campo en el Noreste Argentino (NEA). Fueron los últimos bandidos que se vengaron de las injusticias que soportaban los peones rurales. La gente los hizo leyenda viva y los mantiene en el altar popular de las creencias de aquellos montes que ya no existen. 
Ellos mantienen, para sus seguidores y promeseros, los valores que los sufridos se negaban a perder frente al avasallamiento, a la explotación y el abuso de autoridad de los patrones y policías en una provincia como el Chaco, que en los años 1950 y 1960, era el escenario predilecto de la producción del algodón y de la poca madera que había dejado la devastadora empresa inglesa “La Forestal” en la llanura chaqueña.

Isidro Velásquez, el hombre que distribuyó dinero, alimentos y mercancías entre los pobres, se movió entre quienes lo veían como “el vengador” y el estigma del poder local que lo consideraba un bandido violento. Acuñó los deseos de una población rural sometida a los peores de los tratos que se le conoce a la esclavitud capitalista.
Familia de golondrinas


La familia Velázquez era una de las tantas que iban de campo en campo como trabajadores golondrinas, de obrajes forestales a cosechas de algodón, de yerbales a tareas ganaderas. Feliciano, padre de Isidro y Claudio, tuvo su primera experiencia rebelde en los yerbales misioneros:

Cada vez que se sospechaba de algún alboroto de la peonada en la provincia de Misiones metían preso a Marcos Kaner. En 1930 el viejo anarquista logró que una huelga de mensúes y tareferos se sintiera fuerte en los establecimientos de San Ignacio. Con el paso de los días, la huelga había conseguido dos victorias: Derrotar tanto el hambre de los mismos sublevados como las reacciones de los patrones.

Un grupo de productores, entre quienes estaban Máximo Roca y Miguel Palacios, decidió buscar jornaleros en Corrientes para reemplazar a los huelguistas.
Kaner sentía que la medida de fuerza estaba triunfando. 
Entre los 300 correntinos que llegaron a San Ignacio, estaban los hermanos Velázquez.

Feliciano y Casimiro habían dejado sus ranchos en Paso Aguirre, Corrientes, en busca de horizonte. Escucharon que en Misiones, había yerba mate para hacer dulce y selva para madera. A Feliciano le tocó quedarse en la estancia María Antonia aunque prefería el obraje. 
En tanto, a Casimiro lo llevaron para el Alto Paraná. Era una de esas tardes, en las que parece que el calor sella el amor entre el cielo y la tierra colorada, cuando Feliciano vio correr a varios correntinos hacia una enramada. Los siguió y vio cómo el yerbal parecía encenderse con las arengas de Marcos Kaner.
Velázquez escapó con él.

Anduvieron juntos por el Yabibirí, por Santa Ana y por Posadas. Pero Feliciano no entendía cuando hablaban de comuna libertaria. Simplemente le gustaba escuchar que el jornalero tenía que recibir paga, comida y algo para llevar al rancho. 
Con esas premisas acompañó a Kaner por la selva misionera, donde el anarquista sumaba militantes revolucionarios. En las reuniones oficiaba de guardia y su machete relucía mientras los sublevados conspiraban.

El grupo desembarcó en Encarnación un 20 de febrero de 1931, con el objetivo de liberar la villa paraguaya. En un operativo que duró 18 horas y sin disparar un sólo tiro, coparon el puerto, la comisaría, la catedral y los estamentos públicos constituyendo la primera comuna libertaria de América. 
Sin embargo, a las pocas horas, los revolucionarios de Encarnación recibieron un telegrama desde Asunción, que anunciaba la llegada de un tren con soldados y armas para sofocar la insurrección. 
Cuando se confirmó que la revolución había fracasado en otras regiones, se decidió la retirada (...) En el Brasil, la situación de los guerrilleros fue paupérrima. Tuvieron que usar sus fusiles para matar gallinas por la hambruna, y las evidencias de sus paraderos fueron tan obvias que terminaron detenidos por las autoridades brasileñas. Más tarde, el gobierno paraguayo los confinó en un barco cerca de la isla Martín García.
Sangre guerrera.


La experiencia misionera no detuvo a Feliciano que cada vez soportaba menos la situación en que vivía su familia. También pensó en su hermano Casimiro, a quien no vería nunca más, porque le habían dicho que al Alto Paraná iban hombres y sólo volvían cadáveres flotando por el río. La subsistencia era aún más difícil en Corrientes, y sus 22 hijos mamaban mundos desiguales en las tetas de doña Tomasa Ortiz, que hacía lo imposible para que la comida alcanzase para todos. 
A menudo la sopa no se estiraba. Feliciano observaba, entre trago y trago de caña, cómo su hijo Isidro no comía para que lo hagan sus hermanas. Le daba bronca porque el trabajo no respondía: la mandioca, la batata, los cueros y hasta las carnes no valían como para que comiese la gente.

Al ritmo de la bebida, recordaba que al tercer día del parto, que había sido un martes, llegó a Mburucuyá para anotar al nuevo hijo, vender algunas cosas y volver con lo necesario. 
Compró alcohol medicinal para su mujer, pero se lo tomó, a paso de caballo, en su regreso. Había complicidad con el animal.

Isidro preguntaba a menudo por su padrino Casimiro, aunque sabía la respuesta. El duro silencio de sus padres lo empujaba hacia el monte, que constituía un refugio en medio de tanta tempestad. Se iba y volvía a los dos o tres días. A veces sólo lo hacía con su amigo imaginario a quien llamaba, según la ocasión, Ángel, Pasquín o Pirueto.

En otras oportunidades, se internaba en la espesura con su hermano Claudio. Generalmente, andaban a caballo, salían a cazar, o tiraban al blanco, siempre y cuando hubiese cartuchos y, en un descuido, pudieran sacar la escopeta calibre 16 de Feliciano.
Isidro aprendió a mimetizarse con el monte. 
Sentía que lo protegía, que era parte suya, que había salido de sus entrañas. Se abrazaba a los árboles, los olía y los trepaba, una y otra vez. Miraba a los animales, jugaba con ellos, los imitaba y aprendía a sobrevivir con lo que hallaba en el ámbito montaraz.

De noche, aprendió a andar en la oscuridad y agudizó sus sentidos. Con el correr de los años, comprobó que también podía detectar la presencia de animales a kilómetros de distancia; aunque no supo que era buen cazador hasta aquella tarde junto a su hermano. Claudio se metió al rancho y robó la escopeta de Feliciano. 
A Isidro se le iluminaron los ojos y juntos salieron a mariscar. 
Ya había caído el sol cuando los ojos de un puma encandilaron a Claudio, que cargó la escopeta mientras su hermano se resguardaba detrás de un árbol. El felino se venía a paso rápido, pero Isidro no dudó: -No le tiré. Mirá lo que hago con este bicho. 
Claudio miró fijo, se colgó la escopeta al hombro y trepó un algarrobo. Isidro dio un paso al frente y se paró frente al puma, como si estuviese jugando con la ira del animal. 
Después se subió a un árbol escuálido y desde arriba pareció doblegarlo con la mirada, hasta que el felino desistió de perseguirlo. El asombro había paralizado a Claudio, que miraba atónito.
Aquel día, cuando estaba cumpliendo nueve años, Isidro se fue con un palo hacia el monte y mientras Tomasa mandó a sus hermanas a buscarlo, con voz firme le decía al Ángel:

-Tené que perder el miedo. Tené que se como Pasquín, o como Pirueto. ¡No, como Pirueto, no! Porque el otro día se le escapó una liebre. Si vó perdé el miedo yo tiro este palo. 
Aquí estamo seguro, porque vienen los hombres perseguidos a esconder los tesoro, como vo podé esconder la estrella, y yo, cuando tenga un poncho, también le esconderé en el monte. Ángel, haceme caso chamigo, no vé que el monte es bueno, por eso lo patrone lo sacan para acá.

La familia Velázquez hizo varios intentos en la provincia de Corrientes. 
Anduvo sudando por Concepción, Santa Rosa, Santo Tomé y Mercedes. Como muchos de los jornaleros de los obrajes y de las chacras correntinas, veían la cosecha de algodón del Chaco como una salida a sus penurias económicas.

En 1949, los Velázquez lograron vender sus caballos y con los pocos pesos que lograron juntar llegaron al puerto de la ciudad de Corrientes. Cruzaron hacia Barranqueras en barcaza, arriba de un cachapé que los trasladó hasta Resistencia, y después se fueron en tren hasta Lapachito.

Se instalaron en la estancia de Fernando Boujón, sobre la Ruta 16, a pocos kilómetros de Makallé, donde Feliciano fue capataz y Claudio jornalero.

Isidro había llegado un año antes. Apenas si escribía, porque sólo había cursado hasta segundo grado en la escuela de nivel primario. Pero su presencia inspiraba vida. Tenía ya 21 años y una riqueza que consistía en la fortaleza, predisposición y buen trato que lo hicieron trabajar en la Compañía Constructora “Todaro”.

Isidro tuvo una experiencia amarga en la última campaña en Corrientes. Pese a que había ido a la cosecha con ánimo de juntar dinero para comprar sus primeros animales, tras haber trabajado a destajo, estaba pelado. 
Ni para volverse tenía.

Era una de las víctimas de un grupo de intermediarios que le conoció el lado flaco a varios cosecheros y que, en los días de pagos, organizaba la trampa con juegos y carreras de caballo.
Aquella campaña le dejó un sabor agrio que siempre llevaría en su boca y lo empujó a probar suerte en el Chaco. 
Allí, intentó con ánimo, puso todo su esfuerzo en cada conchabo, buscó y buscó.
Promediaba la década del `50 cuando sus padres y sus hermanas se volvieron para Corrientes. Pero Claudio se quedaba con él.
Espejismos de algodón


El impulso que dio la gestión de Marcelo Torcuato de Alvear al modelo agroexportador en los primeros años del Siglo XX prendió entre los colonos chaqueños. 
El cultivo del algodón ya estaba consolidado en el Chaco que conocieron los Velázquez. En los últimos años del Territorio Nacional Chaco, época de auge algodonero, el 80por ciento de la explotación se concentraba en Napalpí y en las colonias del Sudoeste. 
El aumento de la población que vivía de cada eslabón de la cadena de comercialización textil fue considerable. Crecieron al mismo ritmo los pequeños comercios, almacenes, boliches y acopiadores privados, que mixturaban su actividad agropecuaria con la ganadera y la maderera.

En esos años, los colonos rechazaban la mecanización. Pese a la existencia de tractores en el país, seguían apostando a la mano de obra barata. Ocupaban menos de 5 jornaleros por chacra de 100 hectáreas y no tenían ninguna maquinaria. 
Utilizaban arados o rastras de discos tirados a sangre y se carpía con azadas. Según la historia algodonera de la provincia y el Censo Nacional Agropecuario, en los años 50, había menos de 300 tractores en todo el Territorio. 

La situación laboral era compleja, porque se intentaba imponer un régimen de producción capitalista en una zona donde el trabajo tenía otro significado. En 1924, se reprimió con sangre y balas un reclamo por mejoras de condiciones de trabajo de peones rurales aborígenes y criollos.

La masacre de Napalpí (ocurrida el 19 de julio de 1924) sirvió de “escarmiento” para todo el Territorio. Se habían acabado la rebeldía y los reclamos. Y de esa manera, se daba un marco de seguridad para la llegada del tan buscado capital internacional.

Precisamente, dos años más tarde de aquel sangriento episodio, que fue presentado como un acto heroico de las fuerzas del orden, como una muestra de autoridad política y social en el Territorio, se instalaron las empresas Bunge & Born y Louis Dreyfus y Cía
Las ganancias de estas empresas en sus primeros años, en suelo chaqueño, atrajeron a Anderson Clayton SA, Staudt y Cía, y a la Comercial Belgo-argentina. Así, el capital extranjero acaparó el mercado algodonero. Controlaron precios, volúmenes y calidad a través de la Cámara Algodonera (con sede en Buenos Aires) que integraban las empresas que se habían instalado en el Chaco.


Fuera de la ley

Cuando Isidro se cansó de la persecución injusta y comprendió que no tendría más una vida tranquila, se escapó hacia ese monte que tanto conoció. Se despidió de sus hijos, de su mujer y de sus amigos, y enfrentó a la policía y a quienes representaban el poder económico. 
Sin embargo, antes intentó restablecerse haciendo una vida normal en el Paraguay, pero la policía chaqueña se había ensañado con este correntino que parecía “el mal de los males”, a quien había que darle un escarmiento ejemplar para los otros trabajadores golondrinas.

En su “vida delictiva”, Velázquez fue autor de cinco muertes que cometió en enfrentamientos. Nunca mató a sangre fría, ni fue un provocador de hechos sangrientos como apareció en la historia oficial. 
Se burló de varios operativos policiales grandilocuentes donde se afectaban 800 efectivos con armamentos de guerra y logística. Logró que la tropa policial le tuviera miedo y se ganó el apodo “el vengador” porque intervino en varios despojos a favor de los despojados. 
Pagó con creces los servicios que recibía en los rancheríos y nunca cometió delitos que lesionasen a los que consideraba los suyos. Tuvo protección de los aborígenes, y María “Ninón” Duarte, concubina de Isidro en Paraguay, asegura que cayó porque confió en la gente de la ciudad, refiriéndose a la maestra Leonor “Chuchi” Marianovich de Cejas y al cartero Ruperto “Lula” Aguilar, quienes bajo presión policial lo entregaron en la emboscada policial del cruce de Pampa Bandera: 35 efectivos armados con granadas fusilaron a Isidro Velázquez y Vicente Gauna que iban en un Fiat 1500, conducido por la maestra en compañía del cartero. 

En la actualidad, en el lugar del fusilamiento se erigió una ermita donde los promeseros se encomiendan a Isidro y Vicente con cintas rojas y verdes, chamamés, y sapucais.
La leyenda, la veneración.


El fusilamiento de Los Velázquez ocurrido fuera de la ley, y cometido por las fuerzas de la ley fue el momento de redención. 
Si tenían algo que pagar socialmente, con sus muertes, Isidro y Vicente se redimieron y la gente los elevó a la santidad popular. Sus cuerpos como muestrarios de balazos fueron exhibidos en distintas comisarías de los pueblos para saciar la psicosis social montada contra ellos. 
Esa noche del 1 de diciembre de 1967 las poblaciones de Sáenz Peña, Quitilipi y Machagai fueron invitadas por la policía a ver los cadáveres triturados. 
Eran trofeos.



Desde ese momento, son ídolos para los sectores marginales, con epicentro en las poblaciones rurales que demuestran su devoción cada primero de diciembre en las tumbas del cementerio de Machagai y en la fiesta del sapucai en el cruce de Pampa Bandera, donde una multitud los evoca y baila chamamé.

La gente los reivindica porque intuye que representan una manera de resurrección popular. Son quienes vencieron a la injusticia, son quienes intentaron distribuir la riqueza pese a que no tenían conciencia política, y enfrentaron la crueldad policial, encarnando la venganza de los peones rurales.

Esta leyenda, si bien, refleja todas las virtudes y defectos de la condición humana, se basa en la rebeldía y es la que más aporta a “la chaqueñeidad” que es la identidad de los pueblos de la vasta región de la llanura chaqueña: chaqueños, formoseños, misioneros, santiagueños, del norte santafesino y en cierta medida del correntino y parte del Paraguay”.

Los últimos bandidos rurales dejaron una huella de misterios y enigmas que aún son temas de análisis. 
Por ejemplo, la relación estrecha y el conocimiento que tenían del monte, la forma en que se movían, cómo se burlaban de la policía, cómo fueron asesinados y su rechazo a vincularse con la guerrilla. 
Completa la leyenda un cuaderno desaparecido -se conocen apenas unas hojas sueltas- en el que Isidro narra sus aventuras con dibujos que semejan precarias historietas. Isidro se lo había entregado al cartero Ruperto Lula Aguilar con un mandato: que el día en que cayera, lo difundiera porque allí, dijo, estaba su verdad.



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