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Estados Unidos posee “una cultura de olvidos”.


VIVIR EN LA BURBUJA

Conocida por haber saqueado autobiográficamente su propia vida en ,  se convirtió en una escritora activista, muy atenta a las transformaciones socioculturales de los Estados Unidos, su país de origen, al que regresaría tras pasar infancia y juventud en Nueva Zelanda. En Verano del odio aplica su visión a una historia de ambiciones cotidianas amenazadas por la crisis de la burbuja inmobiliaria que signó los primeros años del nuevo siglo.






Por Fernando Krapp




La mejor manera de territorializar es poblando. 
La Costa Oeste, en los Estados Unidos, después de varios años de guerra y de usurpación, fue ganada bajo esa fuerza motriz: la construcción inmobiliaria como estrategia. 
La literatura norteamericana siempre idealizó la idea de la Costa Este como un lugar de perdición, de plata fácil, de ilegalidad. 
Eso es lo que entiende o, de algún modo, el riesgo que corre Catt, el personaje femenino de la escritora Chris Kraus en Verano del odio. 

Catt entiende que para sobrevivir económicamente y mantener cierto nivel social y cultural necesita plata. 
Y para convertirse en una new rich ilustrada, lo mejor es meterse a hacer burbujas inmobiliarias, porque con sus clases, sus notas en suplementos culturales o sus curadurías de arte, mucho no le alcanza para mantener la vida social que tiene o siquiera para pagar su tarjeta de crédito.
Y si bien la vida de Catt se sostiene a base de prestigio intelectual relativo y de ingresos más que suficientes, no puede establecer una relación duradera; su último recurso es un sistema de citas conocido como BDSM. 

El comienzo simula un thriller sexual, pero lentamente la aventura toma otros ribetes. Emplea en su empresa a Paul García –un nombre que oculta una hispanidad demasiado mal vista en el vox populi yanqui medio–, un ex convicto que tiene todo tipo de problemas con la ley, con las hipotecas, con el alcohol, con las drogas, con las mujeres, y hasta con él mismo. Catt termina relacionada con él. 
Pero a diferencia de Catt, Paul es un tipo fuera del sistema con ansias de entrar, terminar una carrera universitaria y armar una vida estable.

Verano del odio es una novela sobre la educación sentimental (Flaubert de por medio) de quienes alrededor de los cuarenta que, más allá de lograr sus cometidos en vida o estar perdidos en la misma, no pueden, después de años de experiencia y ruido de fondo, establecer un vínculo el uno con el otro. 


Pero lejos de cualquier nostalgia, el registro netamente realista de Kraus hace que las acciones se pierdan en la espesura de los acontecimientos y, también, de las reflexiones que permanentemente el narrador dispara sobre sus personajes. 
Kraus construye una trama que no avanza paso a paso, sino que, a los tropezones, se desenvuelve y se despliega sobre sí misma, como si construyera un mapa sobre un imprevisible territorio. 

Cada secuencia, cada pasaje, muta y se reinventa sobre el propio ejercicio narrativo. Es la suma de los acontecimientos, con una narración que avanza de un modo abarcativo, lo que vuelve a la misma idea de expandir el territorio poblando. 

Las construcciones, las aventuras inmobiliarias que Catt hace en su miniempresa constructora para mantener su renta y sus vicios, son reinventos, reformulaciones, digamos, refacciones de edificios viejos y vetustos que compra por nada. 
Del mismo modo que Catt intenta reinventar sus propios vínculos, o bien Paul busca, parafraseando a Leonard Cohen, una nueva piel para una vieja ceremonia.

Y está el mar. Que por un lado trae noticias nuevas, parece renovar el espíritu, limpiar y generar esperanzas, pero por el otro es una barrera natural, una frontera donde poner cierto límite a tanta especulación. 

Porque en el fondo, Catt y Paul son hijos de su tiempo. 

Kraus se encarga de ver y analizar qué tipo de repercusiones tuvo, en la vida cotidiana de sus dos personajes, cuyas clases están más distanciadas que antes, gracias a los distintos movimientos sísmicos padecidos por la economía norteamericana desde el 2001 hasta las subsiguientes crisis económicas, los defaults, y todas las tramoyas corporativistas legales que llevaron a Estados Unidos al borde del colapso social, para revelar también la precariedad de sus raíces culturales, y que padecen en la actualidad.
Verano del odio. Chris Kraus Eterna Cadencia 267 páginas

Escritora activista sobre los derechos de las mujeres, directora de cine (frustrada, según sus palabras), curadora de arte, editora independiente, y ella misma, constructora de burbujas inmobiliarias, Chris Kraus saltó al reconocimiento de la literatura norteamericana en el año 1997 por su novela Amo a Dick (traducida por la editorial española Alpha Decay). 

Ahí, Kraus, en esa mezcla de novela epistolar, performática y manifiesto neofeminista, donde apelaba al sincericidio autobiográfico (aunque no confesional, como ella misma señaló), para transformar su propia vida en literatura (y a la inversa), su propio fracaso como directora de cine, en función de pelar los cables y...

... revelar los últimos cortocircuitos neuróticos de las mujeres hipersexualizadas, apartadas del sistema pero trabajadoras, encerradas en su afán amoroso pero cansadas y angustiadas de su lugar como mujeres convencionales que tocaron las puertas del fin del milenio del mismo modo que las mujeres de los ’50. 

Con Verano del odio, Kraus expande su campo de acción temático, pero Catt es distinta de la Chris que abría las barreras de su vida privada para contar ese olor sucio con aroma a íntimo, y centra más su acción en la disparidad de las relaciones amorosas en relación con un determinado contexto económico. 

A propósito de su novela, Krauss, quien pasó su infancia, adolescencia y juventud en Nueva Zelanda para volver finalmente al país que la trajo al mundo, señaló recientemente en una entrevista, que Estados Unidos posee “una cultura de olvidos”

La tarea, parece decir Kraus del novelista (del curador, del crítico, es decir, del escritor en términos, muy norteamericano, de “activista”, que no es lo mismo que el escritor “comprometido”, como se lo conoció acá), es la de reconstruir sobre los olvidos esos parches de realidad, para analizar las consecuencias espinosas que operan sobre los vínculos amorosos.

El arduo teatro de la memoria



Narrativa argentina. En “Todos éramos hijos”, su nuevo libro, María Rosa Lojo vuelve a la novela histórica para revisar los convulsionados años 70.

POR MARGARA AVERBACH










Lojo. Fue traducida al inglés, italiano, francés, gallego y tailandés.



Como gran parte de su obra, la última novela de María Rosa Lojo está inscripta en el género “novela histórica”. Ahí están para probarlo la combinación cuidadosa de personajes de ficción, absolutamente creíbles para lectores que vivieron la época de Cámpora, la vuelta de Perón y finalmente la dictadura de 1976; el retrato detallado de la vida en los colegios religiosos del Oeste del Conurbano bonaerense; el uso de uno de esos colegios como espejo del país: en las aulas, las tendencias y costumbres van cambiando al ritmo de los tiempos; los diálogos que reflejan los debates de esos días entre peronistas, gorilas, izquierdistas, conservadores y revolucionarios; las concepciones contrapuestas al interior de la Iglesia, sacudida por discusiones sobre la Teología de la Liberación.

Pero en Todos éramos hijos , Lojo combina ese género básico con muchos otros, de los cuales, el más importante es el teatro. 

El teatro se anuncia como central desde el título de la novela, que repite con algún cambio el de la obra de Arthur Miller, Todos eran mis hijos , que los personajes representan en la escuela. El índice repite la importancia de lo dramático: Lojo divide la narración en tres “Actos”. Finalmente, el último fragmento, “Casandra-Frik habla con los muertos” está escrito en formato teatral, un diálogo entre muertos y sobrevivientes de la dictadura, con coro y todo. Es ahí donde Lojo deja la última reflexión de los personajes sobre lo que vivieron.

No hay duda de que la obra de Miller funciona como cita principal, cita que la autora explica, interpreta y discute, lo cual hace que se pueda leer la novela sin estar familiarizado con el texto original.

Todos eran mis hijos encadena los hechos, es una metáfora extendida, rica y muy bien utilizada para la parte reflexiva de la novela, y sirve de ancla para los recuerdos cuando, en el Tercer Acto, se pasa a una época más reciente. 
Por supuesto, no es la única cita literaria: las otras pertenecen también a la literatura anglófona canónica. Esa preferencia tiene un eco en el sobrenombre de la protagonista: Frik, la rara (por freak , en inglés).

Además del teatro, María Rosa Lojo introduce otros géneros literarios en su novela histórica: el debate político (muy presente en los diálogos, que reproducen los argumentos de la época), el debate filosófico y metafísico (sobre todo en la última parte), el ensayo religioso y la “novela en clave”, sobre todo en el fragmento que describe los estudios de Frik en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA entre el 73 y los primeros años de la dictadura. 
Como toda “novela en clave”, Lojo describe a ciertos profesores, que, a pesar de que les cambia (apenas) el nombre, resultan completamente reconocibles para quienes los conocieron. Por supuesto, como siempre en el género, la relación de esa descripción con personas no ficcionales pasa desapercibida para quienes no pasaron por las aulas de Filosofía en ese tiempo: la “novela en clave”, como la “parodia”, funciona sólo para quienes están familiarizados con el referente.

Con esos elementos variados, sostenida siempre en el límite peligroso entre ficción, memoria y reflexión, la novela de Lojo pasa revista a una época fundamental para quienes tenemos actualmente más de cincuenta, desde el punto de vista de una mujer diferente, una mujer con tendencias artísticas, dispuesta a aceptar la palabra “Frik” como sobrenombre.